¿Podría imaginarse este hombre que se levantaría siendo cojo pero se acostaría siendo un hombre física, emocional y espiritualmente sano? ¡Seguro que no!
Había sido cojo toda su vida; vida que se había pasado mendigando el favor, compasión, aceptación y sustento de otros. Eso era todo lo que este hombre aspiraba que le dieran, lo único a lo que estaba acostumbrado, a ese mínimo.
Estoy segura que a lo largo de toda su vida no se le ocurrió pensar, ni siquiera imaginar, que alguien pudiera devolverle la integridad de su cuerpo, lo máximo a lo que podía aspirar era “una limosna”. Pero un día sucede lo impensable; dos hombres, Pedro y Juan, que le tratan como una persona, fijan en él sus ojos, le miran a la cara como a un igual, le dan el valor que tiene como persona, y le ofrecen lo único que tienen, que no es lo mínimo, es lo máximo: a Jesús y la libertad que Él trae a nuestras vidas.
Yo estuve “coja” espiritual y emocionalmente por muchos años, aun siendo creyente. No podía ver las verdades que tenía delante de mí, ni apropiarme de la libertad que Jesús me ofrecía al conocer y creer en primera persona la palabra de Dios. Le pedía a Dios lo que yo consideraba que necesitaba, pero estaba pidiendo limosna, mendigando y poniéndole límites a Dios. Hasta que un día, entendí que Dios ve el cuadro de mi vida completo, terminado, con todos sus matices y detalles, junto con todos sus fallos, pero “soy su creación, única”. Pude entender que no solo quería salvarme, sino que quería usarme como un instrumento en sus manos que toca la melodía de Dios y permitirme vivir sin las ataduras de mi pasado, algo impensable mirando mi historia y mi vida.
Jesús tiene un propósito mucho mayor del que yo pensaba. No necesito mendigar, ni tampoco controlar todo, solo poner mis expectativas en Jesús y seguir andando, saltando y alabando a Dios como hacia el que una vez fue cojo de nacimiento, porque el resto lo hará Jesús.
“No te conformes con lo que tú ves de ti, pídele a Jesús que te muestre lo que Él ve en ti”.